Wednesday, February 4, 2009

Circus, Circus


(Esta nota no es para entrar en polémicas, sólo para relatar mis recientes encuentros con el género del circo. Seguidores y detractores tienen muchos otros espacios para dialogar,enfrentarse o agredirse.)

 

Nunca he sido fanática de los circos. Sin entrar en controversias a las que de niña era inmune (para ello, ver PETA o afines), simplemente no les veía la gracia. Los payasos no suelen hacerme reír (sólo el que tengo en casa, por eso me casé con él),  los animales me daban lástima (no parecía haber grandes presupuestos para llenar las costillas de tigres, elefantes y caballos, 

y eso me causaba mucha tristeza), el olor a pasto, sudor y excremento  me desagradaba sobremanera, los equilibristas, trapecistas y malabaristas tenían siempre el tiempo contado y el resto de los números me resultaban inconsistentes e insulsos.  Pese a que en escasas ocasiones contábamos con la suerte de presenciar espectáculos circenses de mayor envergadura, en términos generales, los  valencianos de mi época nos debíamos conformar con estas famélicas y tristes muecas de circo que sin lugar a dudas determinaron mi escasa afección al género.

Pero en las últimas semanas, por una razón o la otra, dos diferentes circunstancias me han llevado a reencontrarme con el mundo circense y, en cierta medida, a congraciarme con él. Con sus 5 añitos de primer mundo y, peor aún, viviendo próximos al vecindario del famoso ratón, no era de sorprenderse que, pese a la declarada displicencia de sus progenitores, nuestra hija resultara una fanática declarada y convencida de los circos (culpemos un poco a Murphy, también).  Mientras vivimos cerca de mis padres, el problema estaba resuelto. El abuelo, conocedor y seguidor de este tipo de espectáculos, había sido abiertamente designado (honor al que respondía con satisfacción y deleite) para compartir las itinerantes puestas en escena que tocaran nuestro suelo con la pequeña y emocionada espectadora. Pero después de mudarnos, a casi 4 horas de distancia de mis padres y con horarios y responsabilidades eclécticos de ambas partes,  tuvimos que enfrentar el dilema paterno de los gustos individuales de adultos frente a las necesidades y los deseos de los hijos. Y así, tuvimos que ir al circo.

El circo Ringling Bros. and Barnum and Baily llegó al American Airlines Arena con su “Over the top” hacia mediados de enero, una de las primeras paradas de un tour extenuante que recorrerá media nación americana este año (la otra mitad será cubierta por otros shows de la misma casa). Con aún suficiente tiempo antes de empezar la función, decidimos explorar los extramuros de la arena para que nuestra pequeña viera con sus curiosos ojos a las estrellas de la noche. Para mi beneplácito, no vimos maltratos ni costillas (visita el centro de conservación de elefantes del Ringling Bros. en este link http://www.elephantcenter.com/  y conoce a Barack, el bebé elefante asiático nacido por inseminación artificial el día de la toma presidencial), tampoco las cadenas, los insultos ni las diminutas jaulas mencionadas por ciertos grupos de derechos de los animales. Recorrimos el camino de vuelta a la arena satisfechos, sin saber que el show que nos esperaba rebasaría aún más todas nuestras expectativas. “Over the top” es un espectáculo de lujo, digno del apelativo que sus primeros creadores, los empresarios cirqueros Barnum y Baily utilizaran en su momento de gloria (hacia el año 1870): “The greatest circus on Earth”. Y es que con un nombre, una historia y una fama como esos, el contemporáneo circo de los hermanos Ringling (quienes compraran en 1907 el legado de Barnum y Baily con tren y todo) no podía exigirse a sí mismo menos que el impacto.  El número inicial deja por sentada la intención de derroche de lujo, vestuarios, ingenio y variedad. Centenares de artistas, trapecistas, malabaristas, motociclistas, payasos, saltimbanquis, domadores de animales y animales, inundan la arena de color al ritmo de una alegre marcha. A partir de ese momento,  cada montaje supera al anterior. La destreza  de los contorsionistas les hace asemejar figurillas de plastilina en manos de un aventajado artesano  para quien la materia física no tiene peso ni limitaciones. La pericia y astucia de los motociclistas desafiando el destino a máxima velocidad mantiene el alma en un hilo durante eternos minutos de expectación. La habilidad de los acróbatas (alguno de ellos hasta sin malla de seguridad), demuestra que para el ser humano todo es posible, hasta volar sin más impulso que su propio cuerpo. Y por supuesto, la ternura y vistosidad de elefantes, ponis, perros, caballos y tigres, logran el premio mayor, el dibujar sinceras sonrisas en el rostro de mi hija y de todos los niños presentes. Fue una experiencia placentera, tanto, que hasta quedé con ganas de volver. Un punto para el circo.

Casualmente, por esos mismos días cayó en mis manos la novela Chiquita, del cubano Antonio Orlando Rodríguez, premio Alfaguara de novela 2008, para mayores referencias.  En un intrincado juego narrativo que sin lugar a dudas inclinó considerablemente la balanza del jurado de Alfaguara a su favor, la novela pone a dialogar versiones de versiones, recuerdos, personajes históricos, idealizaciones; ficción y realidad, a fin de cuentas, para novelar la vida de Espiridiona Cenda, una artista cubana de vaudeville en el ocaso del siglo XIX, de sólo veintiséis pulgadas de altura. Mejor conocida como “Chiquita”, la señorita Cenda dejó su Matanzas natal (terruño de seguridad, fortaleza de protección) para enfrentarse al mundo de los “grandes” y ponerlo a sus pies.  Empecinada, egocéntrica y pasional, sus dotes hiperbólicas parecen hacer el balance a su diminuto tamaño. Algunas veces testigo, otras, protagonista de las más increíbles aventuras, presenció grandes momentos históricos en un mundo boquiabierto  ante las maravillas de una modernización tecnológica inminente, pero donde la aceptación del “otro” respondía aún a paradigmas de normalidad establecidos en la discriminación y el prejuicio (qué poco hemos cambiado…). Así, fue en Chiquita donde conocí al afamado Phineas T. Barnum, el mismo que legaría su idea de circo a los hermanos Ringling, y por tanto, padre fundador del espectáculo que presenciaría junto a mi hija en la arena de Miami. Me chismeó la novela que, con una gran visión de empresario sazonada con ciertas dotes de embaucador, el señor Barnum explotó la idea del espectáculo freak para amasar una fortuna considerable antes de entrar en el negocio del circo tal y como lo conocemos hoy día. Así, con mujeres barbudas, enanos, gigantes, supestas sirenas, hombres o mujeres más viejos del mundo, el público de Barnum sació su morbo y alimentó su cómoda noción de “normalidad” frente a lo que se ubica fuera del paradigma de la mayoría. Señalado en su época y crucificado por muchos en la actualidad, Barnum no sólo puso al descubierto, sino sacó provecho de la tendencia humana hacia prejuicio y el placer por el morbo. En el circo de Chiquita, el público espectador pagaba 25 centavos de la época y más por regodearse en lo que a primera vista resultaba diferente y por tanto, repulsivo. Bien por el circo, que ha evolucionado a ese fastuoso, alegre y colorido espectáculo del que mi familia y yo fuimos testigos semanas atrás (otro punto para el circo). Lástima que el morbo, los prejuicios, las inquisiciones silentes, sigan instalados (y sin intenciones de desalojo) en el público espectador.