Friday, December 24, 2010

Feliz Navidad (por partida doble)

Hace muchos días que no me paso por acá. Han pasado cosas desde la última vez. He pasado del mayor estrés que hubiera vivido en los seis años en mi trabajo en ventas, a la distensión inconexa del recién desempleado. Renuncié. Así, sin más. Un día no me aguanté más los maltratos y las ironías de mi jefa, cogí el teléfono y le avisé: "trabajo hasta el domingo". Y me imagino que más de uno se retorcerá ligeramente en su silla al leerlo, en este país y en este momento, cuando la cifra de desempleados no detiene su tendencia al aumento, pero la verdad es que por mí y por mi familia, tenía que hacerlo.
Los últimos cuatro días han sido una novedad para todos nosotros. En este país no existen las vacaciones de Navidad, y mucho menos en el área de ventas. Era de hecho la época en la que más trabajo tenía, y cuando menos podía disfrutar de mi familia. Este año ha sido felizmente distinto. He estado en casa, con S., dedicadas a no hacer nada. Hemos pasado horas viendo películas, arropadas hasta la nariz, comiendo frutas y queso. Hemos ido de compras juntas, escogido y envuelto regalos. Hemos hecho manualidades, jugado con los perros, tomado alguna foto. Cuatro días maravillosos, cada uno de ellos, una ratificación de que mi decisión fue la correcta.
Así ha empezado mi Navidad. Qué traerá el 2011, eso ya lo veremos. Pero el  poder disfrutar de estos días junto a mi hija, ha sido el mejor de los regalos bajo mi árbol.
A todos y cada uno de ustedes, que se toman el tiempo de pasar, visitarme y dejar -o no- sus cálidos comentarios, un millón de gracias! Que pasen unas muy felices fiestas, y que el 2011 venga cargado de paz, amor y felicidad para ustedes y sus familias!

Thursday, December 9, 2010

De cómo hice las paces con la comida (Un post por entregas)

III - Medidas extremas


A los 17 años dejé la casa de mis padres para estudiar mi carrera universitaria en otra ciudad. Al mudarme, mi vida dio un giro de 360 grados. Vivía sola, era titular de una beca universitaria que exigía un alto rendimiento académico y, sobretodo, era parte de un mundo nuevo que necesitaba explorar. Sola.
Ya no quedaba tiempo para el gimnasio. Mis habilidades como cocinera eran prácticamente nulas, y, a la hora de ingerir alimentos, eran la rapidez y la facilidad los que dictaban la pauta. No exagero: imagínense que en verano, solía viajar a Puerto Rico a visitar a una tía muy querida. Además de artículos personales, mi maleta regresaba a Venezuela cargada de todas las cajas de Mac-and-cheese instantáneos que cupieran. Eso, cereales azucarados, Coca-Cola y café constituían el grueso de mi régimen alimenticio por aquellos primeros años de vivir sola. Un verdadero desastre.
Conocí a mi Chino siendo una flaca esquelética que siempre se sentía gorda y que pasaba semanas a punta de comida envasada como si fuera sobreviviente de un desastre natural. Con él aprendí a cocinar, pero también a disfrutar de la comida. Su epicureísmo natural, entrenado en diferentes cocinas de restaurantes familiares, casi entra en shock con mi absoluta dejadez culinaria. Se propuso rescatarme y lo logró. Pero las consecuencias no se hicieron esperar, traduciéndose en el regreso de la atorrante papada y en unos cuantos cauchitos abrazados a mi cintura.
A todas estas, la voz de mi mamá como el grillito de la conciencia resoplaba en mis oídos sin parar. Nuevamente me movía entre las aguas del disfrute y la culpa. Comer era una declaración de independencia: al hacerlo ponía de manifiesto que era una “adulto” sin la agobiante supervisión materna. Pero, por otro lado, haciéndolo se ponía de manifiesto lo que para ese entonces creía la única consecuencia de una alimentación informal y desordenada: el aumento en la balanza.
Todo este panorama no mejoró nada con la mudanza a los Estados Unidos. Todo lo contrario. Al factor genético y al gusto por la comida, agréguenle una vida aún más sedentaria, responsabilidades y presiones cada vez mayores, los pésimos hábitos alimenticios que tan fácilmente se adquieren en este país, y, como guinda, un embarazo.
Así es como, desde hace más de 15 años, me he paseado con más o menos éxito por toda y cuanta dieta ha estado de moda, ha caído en mis manos o he escuchado por ahí. He pasado semanas a punta de atún y piña, de la manera como, según los rumores caraqueños, se alimentan las pobres esclavas de la belleza de la “Quinta Miss Venezuela”. He probado la tan renombrada “dieta de la sopa”, un régimen horrible diseñado para pacientes de un hospital (hoy me pregunto, ¿cómo fue que se me ocurrió que ese régimen era para mí?) a base de un desagradable cocido de repollo que me hacía sudar un olor inaguantable. Creía que aprovechaba mi vicio de fumadora, y muchas veces jugaba a engañar el apetito (no me regañen, hace más de 9 años que no fumo). Visité nutricionistas que de un día para otro me obligaban a comer solo vegetales (y dicho sea de paso, para ese momento no eran completamente de mi agrado), sugiriendo unas dietas tan costosas como imposibles de cumplir. Pasaba días enteros a punta de café y agua, para luego desbocarme a comer lo que fuera en el primer restaurante de comida rápida que se me atravesara. Asistí a las reuniones de apoyo de “Weight Watchers”. Intenté la acupuntura, las inyecciones, las píldoras diuréticas y distintos supresores del apetito. Me pasé días (¿semanas, meses?) enteros presa de fajas reductoras que producían lesiones evidentes en mi piel y no me dejaban respirar, con tal de reducir el exceso de grasa abdominal. Volví mil veces al gimnasio, a sudar con desenfreno, subida a una bicicleta o una elíptica, todas mis culpas culinarias, como si fueran los pecados confesados a un cura.
Los resultados: éxitos fugaces, seguidos de cansancio, frustración y retroceso. Pero, y sobre todo, un organismo débil, enfermizo, estreñido; un cuerpo que no lograba ajustarse a los extremos que yo misma le imponía y que por ello empezaba a pasarme factura; un sistema inmunológico quebradizo, adicto a los multivitamínicos artificiales empastillados; una autoestima desvencijada. Allí me encontraba hasta principios de este año, cuando decidí dar un cambio radical a mis hábitos alimenticios y los de mi familia.

(Continuará…)

Imagen: Fashion Central - Pakistán

Tuesday, November 30, 2010

Mirada de gigante

Así es Jackie. El mes pasado nos tuvo arrastrándonos por el piso para emular la mirada del gusano, al ras del suelo. Este mes, en cambio, nos invitó, a quienes participamos en el grupo fotografico "La vuelta al mundo" a asumir la actitud del gigante que desde las alturas observa el mundo que se despliega a sus pies.


Confieso que eso del plano cenital se me hizo complicado al principio. Confieso también que tuve fuertes problemas técnicos (la computadora que uso "para fotos" decidió pasar a mejor vida) y que por eso sólo pude aportar dos fotos al mural del grupo en todo el mes. Pero confieso también que al final me encantó. Comencé a agarrarle el gustico al plano cenital, pero las fotos siguen en mi cámara... Afortunadamente, algunas son de tema navideño así que espero poderlas bajar más pronto que tarde al mural de diciembre (que, por cierto, me tiene emocionadísima, más aún con el maravilloso mini taller de fotografía navideña de Jackie).


Ya la Navidad llegó a mi casa. Este año me parece que, a pesar de lo superrecontramega ocupada que estoy, va a ser muy especial. S. cada vez participa y comprende más las tradiciones familiares, y eso me hace muy muy feliz! Es más, creo que hasta me voy a animar a hacer hallacas!!!! Ya les iré contando.
Feliz diciembre para todos.

PD: La tercera entrega de "De cómo hice las paces con la comida" está lista. Pronto, prontico llega (si es que no quemo otra computadora en el intento).

Thursday, November 25, 2010

Sobre el Día de Acción de Gracias y algunos de mis motivos para agradecer


(Pido disculpas por el arrebato de insertar esta entrada justo en medio de la publicación por entregas en la que he venido trabajando este mes, pero, como comprenderán, estas líneas tenían que ver la luz, y tenía que ser hoy).

En Estados Unidos hoy, como cada cuarto jueves del mes de noviembre, se celebra el Día de Acción de Gracias. Es una hermosa costumbre que hemos adoptado desde que llegamos a  este país  y que hoy en día sentimos tan nuestra como cualquiera de nuestras tradiciones familiares más arraigadas.
Los orígenes primitivos de esta celebración parecen remontarse a los festivales de cosecha paganos que se llevaban a cabo en la Antigüedad.  En muchas sociedades antiguas, vinculadas estrechamente a los ciclos de la naturaleza, estos festivales estaban asociados con la idea de agradecimiento a los dioses por las cosechas y en espera de inviernos benévolos.
En septiembre de 1620, peregrinos ingleses  de la rama más ortodoxa de la religión anglicana, zarparon en busca del “Nuevo Mundo” abordando el  “Mayflower” con la esperanza de encontrar una “nueva  Jerusalén” donde purificar su religión. Dos meses después, los viajeros avistaron la tierra añorada, después de una travesía inclemente. Pero el Nuevo Mundo recibiría a los peregrinos con un crudo invierno, que terminó con la vida de más de cuatro decenas de los colonizadores del Mayflower.
Un grupo de indígenas americanos de la tribu Wampanoag se dieron a la tarea de ayudar y asistir a los recién llegados. De ellos aprendieron técnicas de cultivo y almacenaje para los días más duros. Así, un año después de su llegada, los pioneros tenían mucho qué agradecer. 
En otoño de 1621, los peregrinos de la plantación Plymouth celebraron un gran festín para agradecer a Dios el haber sobrevivido a la travesía y a las inclemencias del invierno anterior, e invitaron a los miembros de la tribu de nativos que tan importante papel habían jugado en ese éxito. Algunos años después, esa comida en agradecimiento empezaría a repetirse en distintas ciudades, hasta convertirse en uno de los feriados nacionales más importantes de este país.


Sé que es resulta injusto, rudo y descortés frente las benevolencias de la divinidad, la naturaleza, el hado o el universo –según sea la creencia–, dedicar un solo día a agradecer los obsequios de toda una vida. En casa, procuramos dar diariamente las gracias por los milagros cotidianos que conforman nuestro día a día. Pero como hoy es un día especial, y recordando aquellos agradecimientos primigenios, quise dejar plasmados en este cajón algunas de esos motivos por los que  doy las gracias con todas las fuerzas de las que es capaz mi corazón:
1) Mi hija crece hermosa, sana, inteligente y feliz. No deja de asombrarme cada día con sus salidas, su tendencia innata a la comedia, su facilidad de adaptación, su habilidad para comprender todo lo que ocurre a su alrededor, su pasión desbocada e ilimitada por los animales, los ojos de ternura derretida con los que mira a su papá, su amor por las artes plásticas, la danza y su recién descubierto espíritu explorador de girl scout y la mezcla maravillosa de amor, respeto, seguridad y admiración con la que siento que me mira (…por favor, que no cambie nunca!)
2) Amo a mi Chino más que el primer día. Sus chistes me parecen tan graciosos como cuando estábamos en la universidad (o más), y aun después de casi 12 años de casados  y 16 juntos, me siguen revoloteando mariposas en el estómago cuando estoy cerca de él. ¿No es maravilloso?
3) Llevamos una vida feliz, nada nos falta. Trabajamos duro, pero hemos aprendido a dejar el trabajo  fuera de nuestro hogar, y cuando nos toca trabajar desde casa, sabemos disfrutarlo. Nuestro tiempo como familia es sagrado y aprovechamos cada minuto juntos para hacerlo único e irrepetible.
4) Hemos abierto las puertas a un estilo de vida más sano y consciente.  Los resultados a corto, mediano y largo plazo en nuestra salud, nuestra apariencia y nuestra actitud no dejan de maravillarme.
5) He descubierto actividades “solo para mí” que han enriquecido mi espíritu y me regalan momentos de paz y disfrute pleno. El yoga y la fotografía me han ayudado inconmensurablemente a descubrir y a descubrirme. A saberme única en el momento y en el ahora, a saberme parte de una realidad maravillosa ante la que solo es preciso abrir un poco los ojos del alma, una realidad donde el balance es posible, donde la belleza nace de los ojos de quien la mire y donde solo lo esencial es importante. No me lamento por haberlas descubierto apenas ahora, ni desearía que hubiesen llegado antes. Llegaron en el momento preciso y por ese cúmulo de circunstancias que permitieron esa llegada, mi agradecimiento es eterno.
6) Mis padres y mi hermana están cerca. No sólo en la relatividad de la distancia geográfica, sino en la certeza de la presencia afectiva. Saberlos y disfrutar de ellos en ese espacio físico y emocional, es una bendición.
7) Este cajón, en sus más de dos años ha ido cobrando vida y forma. Me ha permitido conocer a personas increíbles de quienes aprendo en cada línea aun sin saber cómo lucen sus rostros.  Ha sido mi rincón de desahogo, de reflexión, de aprendizaje, de autodescubrimiento. Él, que nació bajo el sino del (de)sastre, ha sido instrumento de orden, de compartimentización de sentimientos, de recuerdos, de prioridades y de experiencias en este viaje amorfo y sin itinerario preestablecido que es la vida.
8) Tengo amigos maravillosos, regados por todo el mundo. A muchos los veo con frecuencia, a otros he dejado de verlos hace muchos años, a algunos nunca los he visto en persona. Pero cada uno de ellos es una bendición, la llamita de una vela que ilumina y da calor al mismo tiempo.
Por todos estos motivos y por todos los que no aparecen aquí. A quien corresponda y a quien desee tomarlas, GRACIAS desde lo más profundo de mi ser.

Wednesday, November 17, 2010

De cómo hice las paces con la comida (Un post por entregas)

II. El regreso de la hija pródiga


Conocí la disfuncionalidad de una relación amor-odio en mi primera década de vida. Resultaba inevitable moverme entre las aguas de lo aprendido durante esos años en los que la comida estaba estrecha y antagónicamente relacionada a las nociones de felicidad y afecto. Por un lado, lo aprendido durante esos primeros años en los que “se me quería tanto” que se me permitía ingerir TODO lo que se me antojase. Y por el otro, lo vivido en aquellos años en los que precisamente “por quererme tanto” se me privaba de mis delicias favoritas. 
En general, mi mamá no disfruta del ritual de la comida. Para ella comer no es más que una necesidad, una actividad inherente a todos los seres vivos que no conlleva ningún disfrute per se más que saciar el apetito y recargar energías. Eso no lo heredé de ella. Para mi abuela en cambio, la comida es como las caricias, nunca suficientes cuando de demostrar afecto se trata. Dos fuerzas que me halaban y que determinaron una visión antagónica y conflictuada con el hecho de comer.
Vengo además de un país donde la imagen física está por encima de cualquier cosa. Donde las mujeres no van a la panadería o al supermercado sin un maquillaje digno de una fiesta. La meca de la cirugía plástica, donde las niñas reciben operación de aumento de senos de regalo de quince años; donde cualquier servicio enfocado al cuidado físico y la apariencia tiene casi garantizado el éxito. El país de la industria del señor Osmel Souza, que ha batido todos los récords de coronas en certámenes de belleza internacionales. El valle de la silicona latinoamericano, donde ser feíta o ser gordita, prácticamente constituye el octavo pecado capital.
Regresar a mi país después de haber enterrado en Italia la ignominia de mis kilos de sobrepeso, era casi una necesidad vital. Y lo hice. Llegué a la adolescencia sin ser ni gorda ni flaca. Comía más o menos sano, con las excepciones naturales que se pueden esperar en cualquier niño, y practicaba un deporte. El ojo siempre alerta e hipercrítico de mi mamá vigilaba de cerca cualquier mínimo cambio en mis cachetes y papada (que son sin duda el primer termómetro de mi peso), y, de ser necesario, tomaba medidas determinantes para evitar cualquier “escalamiento”.
Cumplidos los 17 años, yo era la adolescente que mi país esperaba que fuera. Flaquísima, esclava del gimnasio y sintiéndome siempre con algunos –o muchos kilos de más (para quienes en este punto se pregunten, déjenme aclararles que si bien distorsionada, afortunadamente esta visión nunca pasó a convertirse en un problema mayor). Disfrutaba comer (siempre lo he hecho). Mis comidas eran emocionales muchas veces, desordenadas casi todas, alimenticias muy poco. Pero había descubierto que contaba con dos puntos a mi favor. Mi altura, que siempre ha disimulado pequeños excesos, y mi metabolismo adolescente, capaz de aniquilar las calorías sobrantes en pocas visitas al gimnasio.
Comía con remordimiento anticipado. La noción de alimentación saludable o consciente era inexistente. Comía lo que me gustaba, me provocaba y tenía a mano, tal vez porque a los 17 años la idea de ser saludable es inherente a la idea de ser joven. Pero la comida era un placer que, después de satisfecho, dejaba un sabor agridulce en la boca. El agridulce sabor de la culpa, que sólo se expiaba con una sesión intensa de ejercicio cardiovascular, para así devolver la cuenta a cero y empezar de nuevo el infinito ciclo de placer, culpa y expiación.
Pero el salir de la adolescencia traería unos cuantos cambios a esta ecuación. Muy pronto habría de descubrirlo.

(Continuará…)

Tuesday, November 9, 2010

De cómo hice las paces con la comida (Un post por entregas)

I – Los albores de una relación tormentosa



El tema del sobrepeso pasó de ser un fantasma que ronda sin hacer bulla, a una presencia inalienable en mi vida desde mis más tempranos años. Criada en casa de mis abuelos maternos, crecí (en toda la acepción de la palabra, no sólo en centímetros de altura sino en kilos de sobrepeso) acostumbrada a la idea de que el afecto se traduce en comida (y viceversa) y que mientras más rellenita estás, más saludable y amada eres. Según esa teoría, por tanto, entre los 5 y 7 años yo no era una niña gorda, no. Yo era una niña  “rozagante, sanota y querida”.
En casa de mi abuela existía (me corrijo, existe aún) la idea de que no hay sabor sin grasita. Se cocina el pollo con su piel pues de lo contrario la sopa “no sabe”.  Se prepara a diario la leche en polvo con el doble de las medidas sugeridas para que resulte en crema más que en leche. Se endulza todo en el exceso del exceso. Se consiente a los nietecitos que no quieren aprender a comer vegetales porque son verdes, porque saben raro, porque lucen feos, y se les preparan platos especiales á la carte, porque simplemente  “algo” tienen que comer. Tal y como se espera en cualquier casa de abuela acogida a las normas sindicales de las asociaciones de abuelas consentidoras de todo el orbe. Pero yo vivía allí. Gran diferencia.
Así que no ha de extrañar que yo llegara a mi séptimo cumpleaños con un sobrepeso excesivo y peligroso para mi edad. Sufría de estreñimiento y me enfermaba con una facilidad inusitada.  Pensaba que las arepas con mantequilla y queso, la pasta, las tajadas de plátano maduro, la leche con azúcar (azúcar con leche), los helados y todas las golosinas eran mi cuota de comida del planeta. Todo lo demás no era de mi incumbencia.
Afortunadamente para mi salud (pero en principio, muy a mi pesar), mi mamá y yo nos mudamos a Italia. Lejos de la influencia permisiva y consentidora de la abuela, mi mamá tomó las riendas en mi alimentación. Aunque suene extraño, fue en la tierra de la pasta, la pizza y el gelato, donde aprendí a comer vegetales y ensaladas. Muchas veces a la fuerza, he de decir.
Por esa época mi mamá era inflexible. Y en su empecinamiento ariano natural, hacerme perder peso era una de sus ideas más prominentes. Recuerdo como si fuera ayer haber pasado en una ocasión cuatro horas de reloj sentada frente a un plato de ensalada de vainitas. No valieron las lágrimas, las horas, ni las arcadas simuladas cada vez que tragaba. No valieron las llamadas de mis amigos invitándome a jugar, ni las tareas pendientes en el morral. Ese “no te paras hasta que termines tus vegetales” fue tan férreo como determinante.
Aprendí a comer vainitas. Y brócoli. Y coliflor. Y muchas cosas más. Descubrí un abanico de sabores insólitos, muchos de ellos no del todo del agrado de un paladar tan joven (y mal acostumbrado). Y sí, claro está, perdí peso. Dejé, para beneplácito de mi mamá, de ser la niña gordita de la casa de la abuela. Pero di los primeros pasos por convertirme en una obsesa con el tema del peso.

(Continuará…)

Sunday, October 31, 2010

Fotografía por el suelo

 1. From below, 2. Haunted pumpkin patch, 3. Fall view, 4. The Look

Hace 9 meses que me animé a participar por primera vez en el grupo fotográfico "La vuelta al mundo". Debo decir que el interés por la fotografía, formar parte de este grupo y haber tenido la dicha de participar en el taller online L´Atelier, han sido parte importante dentro del proceso interno que he vivido en los últimos meses, y el reto que Jackie nos puso este mes no fue más que una reafirmación de ello.
Sin entrar en muchos detalles que no vienen al caso para este post, el hecho es que hoy en día mi familia y yo tratamos de vivir una vida más sencilla, más conciente, más abierta a lo diferente, más en contacto con lo natural, más agradecida por los milagros cotidianos que la decoran. Si bien no siempre es sencillo, procuramos concientemente mirar las cosas desde un punto de vista diferente, para luchar contra los prejuicios, para aceptar genuinamente que nuestra visión no es más que una visión entre miles, entre millones, y para enseñar a nuestra hija el valor de la autenticidad al tiempo que el respeto por lo que le resulta extraño.
Así, llegó Jackie en este noveno mes a proponernos mirar el mundo desde otra perspectiva. Nos inspiró a bajar a ras del suelo, a soltar la cámara de la seguridad de nuestras manos, colocarla en el piso y ver el mundo desde allí.
Ejercicio maravilloso de descubrimiento, de remoción de estereotipos. Adoptar la posición del gusanito y ver el enorme y ancho mundo desde abajo, desde la grama que te hace cosquillas; desde la tierra aún húmeda que mancha tus ropas al tiempo que llena de un aroma único tus fosas nasales; desde los miles de deshechos que día a día dejamos caer concientes o no de que no que pertenecen a un suelo que es madre, naturaleza, origen y fin.
Un gusanito de ojo pequeño pero mirada curiosa, que se maravilla del mundo que le rodea, pero, y sobretodo, de la idea de saberse parte de él.

Monday, October 25, 2010

Inmisericorde cazador de gazapos


En los rincones más desconocidos de editoriales, empresas de traducción o publicaciones que se jacten de serias, labora silencioso el corrector (de textos, de estilo o de pruebas, no hay consenso siquiera en su nombre), paladín implacable que, empuñando un bolígrafo rojo, calibrando su siempre alerta mirada de águila y su amplio conocimiento del lenguaje, y utilizando el diccionario como escudo, emprende diariamente una batalla cuerpo a cuerpo con el loable objetivo de salvar al texto de gazapos indeseables.
Necesaria, anónima y acostumbrada a la falta de reconocimiento, es la del corrector una actividad encomiable, en pro de la exactitud, la precisión y el cumplimiento de la norma como bien final. Agente del control de calidad de la letra impresa o virtual, resulta prácticamente imposible notar su mano cuando ha pasado por una publicación impoluta, pero en cambio bien que se le extraña cuando el texto está plagado de erratas ortográficas, sintácticas o tipográficas.
Tan acuciosa como impúdica, su habilidad no se enseña en un salón de clases. Parece más bien responder a un impulso patológico por la perfección, aunado a un interés inusitado por sumergirse en los recovecos del lenguaje y asirse de él.
A modo de bien merecido homenaje a estos profesionales de la exactitud, la Fundación Instituto Superior de Estudios Lingüísticos y Literarios (Litterae) con sede en Buenos Aire, ha designado el 27 de octubre como día del corrector. La selección de la jornada no es casual, pues coincide con el natalicio, en 1467, de Erasmo de Rotterdam, filósofo y humanista neerlandés, quien por su labor como revisor de originales en una imprenta veneciana es considerado el primer corrector de la Historia. En diferentes países se emprenden actividades relacionadas, siendo la cacería de erratas promovida por la Unión de Correctores Española a lo largo de calles de Madrid y Barcelona, la más popular (para algunas imágenes recogidas durante estas cacerías, visita aquí).
Vaya con estas líneas un merecido reconocimiento y un agradecimiento sincero a todos los correctores, los que se esconden detrás de nuestras páginas favoritas, los que le apuestan a la perfección aun en los textos más prosaicos, los que emprenden una lucha doble, contra la imprecisión y el error, y contra las herramientas tecnológicas modernas que –en vano– quisieran desplazarlos.

Tuesday, October 19, 2010

La rebelión de las ardillas


Me gustan las ardillas. Así, sin más. Sé muy bien que son roedores, transmisoras de enfermedades, medio salvajes, recontra testarudas, a veces vengativas y con familiares indeseables, pero me gustan, y ya. Si veo por ahí un par de ardillas jugueteando en un árbol, puedo pasarme horas embelesada observándolas. Me asombran su inteligencia, su rapidez, su carácter y su astucia. Me encantan su pelambre, su mirada inquisidora y su cola. Esta admiración es silente y distante; no procuro acercármeles ni pienso hacerlas mis mascotas (aunque admito que de niña alguna vez y en vano, lo intenté).

Groupie de cuanta ardilla rockera y mala conducta anda por el mundo, iba yo haciendo un corto recorrido al aire libre que usualmente debo transitar en mi trabajo, cuando me tropecé con tres ardillas insolentes, embebidas en lo más intenso de un complejísimo juego de carreras, persecuciones, y paradas repentinas que incluían además lanzamiento de semillas y emisión de unos chirridos punzantes de los que agradecí no conocer la traducción. No pude evitar detenerme a ser testigo de lo bien que se la estaban pasando.

Las observé sonreída durante algunos minutos hasta que una voz de hombre resonó detrás de mí: "Acaso nunca antes habías visto una ardilla?". Recostado en su patrulla, con una cínica sonrisa en los labios, el policía del área me miraba como bicho raro. Le parecía inaudito que alguien le dedicara tanto tiempo y atención a un animal tan común e insignificante.

Reconozco que el momento no pude contestar. Se me agolpaban tantas ideas en la mente que no sabía ni por dónde empezar.  Lo miré a los ojos, queriendo que mi mirada expresara un poquito de la compasión que su comentario había logrado despertar, musité algunas palabras que él no se tomó la molestia de escuchar y continué mi camino, mientras el grupo incansable de ardillas retomaba su complejo juego.

Mi cabeza catapultaba interrogantes atropelladas que hoy no puedo dejar de vertir en este cajón... Así que señor policía, ¿desde cuándo la belleza está confinada? ¿Desde cuándo está prohibido disfrutar de las pequeñas maravillas de lo cotidiano, y hallar poesía en lo terrenal? Disculpe usted, señor policía, el delito de mirar a los lados y reconocer la perfección en la naturaleza. Disculpe la intransigencia de no querer caminar por la orilla de lo que es debido o lo que está supuesto a ser. Disculpe el acto de rebeldía, porque sí, he visto muchas ardillas en mi vida -y enhorabuena por ellas y por su capacidad de maravillarme- y seguiré deteniéndome a mirarlas cada vez que pueda. Dispulpe, pues las gríngolas las dejé botadas hace muchos años, y  poco me interesa encontrarlas. Pero, sobretodo, discúlpeme la lástima que su comentario sarcástico y su insensibilidad han provocado en mí.


(Nota al pie: Como es de esperar, S. ha heredado esta especial fascinación por las ardillas, que hace un par de años dejé plasmada aquí, por si les provoca.)

Thursday, October 7, 2010

Hogar multicolor

En el marco del día para la Convivencia en la Blogósfera. 
Por hacer del mundo un hogar policromático y acogedor.
Más info aquí.


Mis ojos son tu reflejo. Déjame plantarme frente a ti para leerme, para leernos. Déjame posar mi mirada en tus ojos para así verme a mí misma. Mírate en mí.

Te sabes maravilloso y único. Perfecto. Tan inexplicable como incomprensible. Tan incomprensible como inusual. Lo eres. Lo soy.

Mirándote en este espejo te descubres policromático. Observa mis colores, tan extraños, tan diferentes, tan míos. Juntos, dibujamos arcoiris.

Mulato de creencias. Mestizo de aprendizaje. Ecléctico de experiencias. Híbrido de razón. Tus mezclas y mis mezclas se unen, se fusionan. Soy en ti y tú en mí.

Te escucho, te hablo, te tiendo mi mano, me aferro a la tuya. Juntos somos uno. Juntos somos mundo multicolor.

Mirándonos descubrimos que no estamos solos. Otros ojos esperan para posarse en los nuestros. Ojos que buscan hogar, esperanza, aceptación; eso que tú y yo también deseamos. Miles, millones de otros ojos observándonos para descubrirnos uno, para descubrirnos mundo que se sabe multicolor.

Friday, October 1, 2010

Tome asiento, por favor. Septiembre en LVM


Pensé mucho si publicar o no esta entrada. Al fin y al cabo, una sola foto como participación mensual total para "La vuelta al mundo", es una nimiedad que no vale la pena ni reportar. Pero luego lo pensé más detenidamente y decidí escribir estas líneas como reconocimiento al trabajo de mis compañeros y para no romper con la tradicion de "blogs encadenados" que Jackie implantara hace más de 2 años al crear el grupo y a la que yo me incorporé hace exactamente 8 meses con humilde pero ininterrumpida participación.
Tengo que reconocer que en un principio el tema no me enamoró. El reto de este mes era fotografiar Sillas, y no le encontraba yo nada atractivo ni interesante a un objeto tan utilitario y común.
Como siempre, y para sacarme del equívoco, Jackie y mis compañeros vinieron a poner en evidencia que todo está en la perspectiva, en el enfoque y en el ojo del artista. Hoy, concluido el mes, recorro el mural de LVM con admiración y júbilo. Allí se pueden encontrar las sillas más extrañas, más hermosas, más usadas, más modernas, más corrientes, más comodas, más nostálgicas y más extravagantes. Hay bancos, gradas, variados asientos, columpios, poltronas, sillas plegables, taburetes, divanes, banquitos, pupitres. Las encontraron en la playa, en el parque, en la oficina, en el comedor, en el salón de conferencias, en el dormitorio, en el restaurante, en la biblioteca, en el tren, en el teleférico. Las decubrieron abandonadas, amontonadas, listas, empolvadas, curiosas, vanidosas, útiles e inútiles. Todas revestidas de belleza por la magia del ojo que las descubriera.
Así, vinieron estas sillas orgullosas y empecinadas a darme una lección. A hablarme de mantener los ojos abiertos aun en las situaciones más comunes. A poner al descubierto el arte de lo cotidiano y de los tesoros que pasan desapercibidos. A recordarme que la belleza no se encuentra únicamente en los museos, o en los grandes paisajes naturales, sino que, y sobretodo, descansa en los ojos de quien la mire.

Tuesday, September 28, 2010

Candado al papel


Un festejo peculiar se celebra por estos días en librerías, escuelas y universidades de Estados Unidos. Se trata de la “Semana de los libros prohibidos” o “The Banned Books Week”. Creada para honrar las bondades de la libertad de pensamiento (y por ende, la libertad de leer lo que nos venga en gana), la “Semana de los libros prohibidos” ha encendido durante los últimos años una chispa que recientemente ha encontrado en la red social de Twitter su mejor aliada para arder cual papel bajo el fuego de la Inquisición.
“The Banned Books Week” habla de censura. Censura aderezada de supuestas buenas intenciones, pero censura al fin. Por insólito que parezca, los inicios de este revolucionario festejo no se remontan a la Edad Media, ni a la España Católica del siglo XV. Nace en Estados Unidos en 1982, como respuesta a una progresiva y muy sospechosa “desaparición” de ciertos títulos de las estanterías. Títulos que por sus contenidos (sexuales, religiosos, raciales o violentos), desafiaban (y lo siguen haciendo) la norma y el status quo.
Su creadora y principal promotora, Judith Krug, fue una librera apasionada, miembro de la Asociación Americana de Libreros, quien, abrazando la Primera Enmienda de la Constitución de su país, salió a defender el justo y sacrosanto derecho de cada individuo a leer lo que, sencillamente, se le dé la gana (o de cada familia de permitir que sus hijos lean lo que el grupo considere).
Desde clásicos como Las aventuras de Huckelberry Finn y Matar a un ruiseñor hasta las series de Harry Potter y Twilight, se cuentan en centenares los títulos que, durante décadas han engrosado esta lista de parias literarios. Las causas, las más diversas. Contenidos sexuales o violentos, implicaciones raciales o religiosas han sido las herejías que los inquisidores modernos han hallado en estas páginas para pretender silenciarlas para siempre de sus universidades, escuelas, librerías o bibliotecas.
Uno de los títulos repetitivamente vetados es un libro infantil, And Tango makes three (en español, Tres con Tango), de Peter Parnell y Justin Richardson. Basada en un hecho real, narra la conmovedora historia de Tango, el pequeño pingüino criado en el Zoológico de Central Park por una pareja de pingüinos machos. Merecedor de múltiples premios y reconocimientos, el cuento también ha levantado fuertes controversias. Desde el 2006 ha encabezado la lista de los títulos más vetados en los Estados Unidos y entre los motivos argumentados por sus detractores se encuentran “la homosexualidad, ir en contra de los valores familiares y no ser apropiado para ciertas edades”.
Otro título, recientemente blanco de los dueños de la razón y dictadores de la moral, es Speak, de Laurie Halse Anderson. La novela, publicada por primera vez en 1999, narra la historia de una adolescente renegada por sus compañeros de escuela, en conflicto con unos padres con quienes la comunicación es prácticamente inexistente, en un ambiente predominantemente hostil. Todo esto la lleva a un mutismo deliberado. Como es de esperar, la novela ahonda en la problemática de los adolescentes actuales. Además, describe dos escenas de violación. Por ello, un profesor de Missouri ha emprendido recientemente una cruzada para expulsar la novela de las bibliotecas y los programas de secundaria de su ciudad, calificándola como “pornografía leve”.
Éstos son apenas algunos ejemplos de una lista que supera las quinientas entradas. Es por ello que la Asociación Americana de Libreros continúa promoviendo las actividades de la “Semana de los Libros Prohibidos”, para centrar la atención (y, estemos claros, atención se traduce en publicidad) en libros que por algún motivo y en alguna región han sido silenciados. Afirma Roberta Stevens, presidenta de la Asociación Americana de Libreros: “No todos los libros son para todos los lectores, pero tenemos el derecho de pensar por nosotros mismos. ¿Cómo es posible vivir en una sociedad libre y desarrollar nuestras propias opiniones, si se nos quita el derecho de escoger los materiales de lectura para nosotros mismos o para nuestras familias?” (la traducción es mía).
La “Semana de los libros prohibidos” viene finalmente a recordarnos que, por paradójico que parezca, en el país de las libertades, vivimos en una sociedad plagada de prejuicios y coerción. Comprueba que el Gran Hermano es mucho más que una ficción de Orwell o una aberrante serie televisiva, es el ojo incisivo que juzga lo que se sale de la norma. Reafirma el poder de la palabra y de la literatura como llamas de revolución, incendiarias chispas de conocimiento para abrir los ojos a un mundo que va mucho más allá de los límites del pueblo, de lo que estipulan las reglas y de lo que pregona el pastor.  


Saturday, September 18, 2010

"Kafka en la orilla": Nadando desde la orilla hasta lo más profundo


Kafka en la orilla llegó a mí en el momento perfecto. Publicada en el 2002 y mundialmente aclamada desde su aparición (especialmente después que fue escogida novela del año por el suplemento literario del New York Times en el 2005), por alguna razón, nunca me había decidido a leer esta novela de Haruki Murakami. Fue ella la que me escogió, al estilo borgeano, desde el estante de una librería pública, cuando ya había causado años de revuelo entre millones de lectores en todo el mundo. Se abalanzó a mis manos, de hecho. Tarde para muchos, justo a tiempo para mí. Llegó para hablarme de prejuicios y remover los míos propios, de supuestas normalidades en un mundo donde la norma es tan volátil como el viento, de centro y periferia como lugares de aceptación, de viajes internos más tortuosos que cualquier desplazamiento físico.
La novela narra dos historias paralelas, de dos personajes muy especiales. En primer lugar, somos testigos de la historia de Kafka Kamura, un muy precoz joven de 15 años que decide escapar de su casa para así evadir una tormentosa relación con su padre y una profecía que pesa sobre su vida al más puro estilo de la tragedia clásica griega. En segundo lugar, la historia de Satoru Nakata, un anciano que, después de un extraño episodio durante su niñez, pierde todas sus facultades cognitivas, pero a cambio recibe el don de comunicarse con los gatos y una inocente, natural y muy feliz manera de vivir la vida.
Estas dos historias se alternan de manera rigurosa en la estructuración de la novela, y pese a acercarse milimétricamente en algún momento, nunca llegan a cruzarse del todo.
Las historias de Kafka y Nakata están marcadas por dos conceptos recurrentes. El de metáfora y el de tragedia. La tragedia marca las vidas de ambos personajes: en el caso del joven Kafka, la tragedia es una amenaza, real o simbólica, futura o futurible, de la que existe la necesidad de escapar. Sobre los hombros de Kafka Tamura pesa el sino de Edipo, ni más ni menos. Al igual que en el caso de Edipo, la huida o el intento de evadir el destino, no hará más que precipitar el desarrollo de los hechos trágicos de matar a su padre y acostarse con su madre.
En el caso de Nakata, la tragedia es un hecho real enmarcado en el pasado, que no genera pena o lamentación, pues es lo que ha permitido ese carácter especial del anciano. Siendo un niño, él y un grupo de estudiantes, fueron víctimas de un episodio de desvanecimiento colectivo sin aparente razón alguna. Todos sus compañeros despertaron poco tiempo después. Nakata permaneció en cambio en un sueño prolongado y cuando despertó no era el niño brillante que había sido. Nakata despertó "tonto". Pero en cambio su percepción, su sensibilidad y su desapego lo convirtieron en un ser único.
El segundo concepto que revolotea constantemente sobre la novela, es heredero de Goethe, según el cual, "el mundo es una metáfora". Es una idea que se repite en incontables ocasiones y que, de alguna manera, enmarca y valida la presencia de lo insólito e inexplicable, tan recurrente en la obra de Murakami. La metáfora permite la construcción de un código ficcional donde las leyes físicas fundamentales se pueden transgredir, donde llueven peces del cielo, los gatos hablan o personajes de anuncios publicitarios cobran vida. Pero además, la metáfora enmarca el concepto mismo de la tragedia: "En realidad, nadie va matando a su padre ni acostándose con su madre. ¿No te parece? En resumen, nosotros aceptamos la ironía a través de un mecanismo que se llama metáfora. Y esto nos convierte, a nosotros, en hombres más sabios". Así, la metáfora explica, no solamente el acercamiento a un onírico surrealismo moderno, sino también la ambigüedad en relación al desarrollo de situaciones clave en la novela: ¿Es la señora Saeki realmente la madre de Kafka? , ¿Quién es el asesino del padre del joven? Nada de eso importa en un mundo marcado por la metáfora.
La novela igualmente parece pasearse por dos tiempos. Un tiempo rígido y definido, cronológico y lineal, donde los días transcurren con rigor de realidad, el tiempo en el que se mueve Kafka en su égida; y un tiempo mítico, suspendido, el tiempo de los sueños, el limbo de lo posible, el espacio de los recuerdos. El tiempo indefinido donde, libre de toda conexión o entendimiento lógico, vive perpetuamente Nakata. Para encontrarse y sobreponerse a su sino, Kafka deberá cruzar a la otra orilla, moverse hacia ese tiempo suspendido. Explorar y explorarse más allá de los límites impuestos por las nociones de los días, las horas y los minutos.
El viaje como desplazamiento es necesario para el proceso de búsqueda y resolución del conflicto, pero no del conflicto físico y real, sino del conflicto sutil e íntimo. Ambos personajes se mueven del centro a la periferia, de la gran ciudad a la provincia, pero, y sobre todo, del exterior a lo interno, al bosque de lo onírico, el subconsciente.
No cabe duda que la novela retoma muchos elementos clásicos de la tragedia y el pensamiento occidental, pero sin lugar a dudas, lo hace para reformularlos, en una narración que se mueve como el rítmico y melodioso vaivén de las olas en la orilla del mar; pero sólo para promover un acercamiento a las profundidades más insospechadas de la conciencia y del alma del personaje y de su lector.

Friday, September 10, 2010

Memories in a suitcase


Hay fotos que tienen historia. Hay otras que cuentan historias. Esta en particular fue tomada para preservar un pedacito de mi historia.
Cuando mi prima, próxima a mudarse a otro país, me indicó que me mandaría por correo una foto de mi abuelo, yo no tenía ni idea del tesoro que se me develaría dentro de aquel paquete del servicio postal.
En primer lugar, no era una foto y ya. Era una foto enmarcada, en su marco original, con sello de "Manrique y Compañía, Foto Estudio - Caracas" y fechada en 1934. Mi abuelo sale guapísimo, joven, radiante. Su mirada es penetrante y decidida, el cabello, oscuro, no deja ver ni una de las canas que yo conocí en mis años de niñez. La foto está dedicada a mi bisabuela, la mamá de mi abuelo, como recuerdo de su grado de médico. La letra de mi abuelo es firme, como yo nunca llegué a conocerla, aunque la tinta ha sufrido los embates del tiempo. La dedicatoria reza: "Para mi mamá (palabra ilegible), en el año de mi grado. 1934 (firma)". El marco, la base y el sujetador del portarretrato (pues era para colgar a la pared) están un poco deteriorados. Pero es que hay que verle la cara a toda esa chorrera de años!
En mi foto también aparece una cajita plateada. Ese es otro de los tesoritos que quise poner a conversar en esta imagen. Es una cajita de instrumental médico, que en su tiempo cumplió una misión muy especial. En principio le perteneció a mi bisabuelo, el papá de mi abuela, dueño de una farmacia de pueblo de las de antes (pero que mucho antes...). Luego pasó a manos de mi abuela, quien, jovencísima y recién casada, la utilizó como alcancía matrimonial.... Allí mi abuela iba colocando semana a semana, pequeños ahorros de lo que mi abuelo ganaba como médico recién guardado. Esa cajita médica contuvo la inicial para comprar la casa de los sueños de esa joven pareja. La misma casa donde mi abuela ha vivido por más de 50 años, donde nacieron mis tíos, donde todos los miembros de la familia hemos pasado momentos inolvidables.
Así que el hombre de la foto era el médico recién graduado de cuyo sueldo, parte iba a la cajita plateada. Travesuras que le jugamos al tiempo, de vez en cuando, si se puede.

Monday, August 30, 2010

Lluvia de sol en agosto

1. Sunlight coming through, 2. Florida's Sunset, 3. Lonely trip back home, 4. Farewell

Sin importar el hemisferio donde nos encontráramos, este mes Jackie nos encomendó a los "vueltamunderos" una misión muy especial: ir a por el sol. Siendo nuestro principal aliado, era justo darle el reconocimiento que se merece. Y así salimos, cámara al cuello, guardándonos en los bolsillos los antiguos prejuicios en contra de las fotos con luz de frente, a hacer del astro mayor el sujeto de nuestras imágenes y el protagonista de este mes.

Ha sido un mes maravilloso para fotografiar al sol. Nuestras vacaciones en la costa oeste de la Florida me regalaron la oportunidad de unos atardeceres espectaculares de los que he traído estas pequeñas muestras. Pero, como siempre, si quieren disfrutar del SOL en todo su esplendor, por favor, no dejen de darse un paseo por el blog de Jackie, donde este mes podrán disfrutar de una verdadera cadena de luz.

...Todavía es un misterio qué nos deparará septiembre... Por aquí estaré en un mes para contarles...

Thursday, August 26, 2010

Ahora

Maníacos del tiempo. Contamos años, meses, horas, minutos y segundos como monedas de una alcancía incorpórea. Contamos hacia adelante o hacia atrás, según nos convenga, para bien o para mal, para reír o para llorar. Contamos cumpleaños, cumplemeses, cumplesemanas y cualquier tipo de aniversarios. Enumeramos sin discriminar los natalicios y las defunciones, los años de graduados, la permanencia en un trabajo, la duración de una relación. Marcamos nuestros calendarios con cuentas regresivas para ese viaje ansiado o aquella visita tan esperada, y después de acontecidos, los añoramos por días, semanas, meses, años o décadas.
Así parece transcurrir nuestra vida. En una eterna cuenta regresiva, o en un perpetuo acumular porciones de ese pastel infinito que es el tiempo. Efímero como un aleteo de mariposa, el presente escurridizo se nos resbala de las manos, dejándonos sólo con el sabor de lo pasado y la expectación de lo por venir.
Se nos vienen los balances de cuenta temporales para recordarnos lo recordable o que no olvidemos lo inminente, pero sobretodo, para que apreciemos lo que somos hoy, a la cuenta de cero, tabula rasa con el calendario que tanto pesa sobre nuestras espaldas.
Se me va este agosto con ganas de contar. De contar los años en este país que nos recibió sin pompa ni protocolo, donde hemos construido un hogar, donde hemos sembrado afectos y donde ha nacido nuestra hija. De contar velitas en el pastel de cumpleaños de este cajón, hogar virtual de mis reflexiones, álbum de impresiones recortadas y catálogo de afectos sin rostro, pero afectos al fin. De contar como los niños los meses, los años transcurridos de ésas y otras muchas circunstancias que me han llevado a estar hoy aquí, posando estos dedos ansiosos por enumerar, sobre el teclado de mi computadora.
Pero no, hoy no voy a contar. ¿De qué sirve contar el tiempo transcurrido más que para ponerle dígitos abstractos a una realidad? Estas palabras responden a una circunstancia, una circunstancia cargada de pasado y con visos infinitos de potencialidad. Pero eso no importa. Hoy sólo importa el sonido rítmico del tecleo y el lento deambular de letras en la pantalla.

Sunday, August 22, 2010

Síndrome del mes de agosto



Pese a mi resolución de ser más consecuente con él, hace más de dos semanas que no actualizo este cajón y eso se lo debo indefectiblemente al síndrome del mes de agosto. Siempre me ha parecido que agosto es un mes extraño, una especie de limbo en el calendario, que está puesto allí especialmente para desordenar las rutinas, quebrantarlas un rato y así poder retomarlas con más ánimos en septiembre.
Recuerdo cuando, hace un montonón de tiempo, mi mamá y yo llegamos a Italia. Yo contaba con escasos 7 añitos (la edad actual de mi S.); lo único que sabía de ese país es que quedaba muy lejos y que era la cuna de la pizza y de la pasta, y de su idioma, apenas algunas sonoras palabritas sueltas. Mi mamá había aprendido frases típicas de turista y ya. Nuestros únicos conocidos eran los padres de una amiga de mi mamá, que vivían en un pueblito remoto, a quienes visitaríamos para que nos indicaran (en un español accidentado y salpicado de gestos), cuestiones básicas de ésta, la que a partir de ahora y mientras duraran los estudios de postgrado de mi mamá, sería nuestra nueva casa.
Era otra época, obvio. El mundo no se había encogido aún, las cosas no se hallaban a la vuelta de un clic o de pulsar el botón de “enter”. No existían los celulares, ni el email, ni google, ni wikipedia, ni mapquest, ni skype, ni traductores electrónicos, y las llamadas internacionales eran un lujo que no nos podíamos dar. Llevábamos una carta y un par de maletas llenas de temores y expectativas. Así llegamos a Vignola en pleno verano, sin pensar que nos encontraríamos con un pueblo fantasma.
Esa fue mi primera experiencia (y sin duda, la más gráfica) con este mes lunático y desbordado. Corría el mes de agosto, y nuestro primer aprendizaje forzado en esa estadía de 3 años fue que durante sus treinta y un días, el país se paraliza. Así, sin medias tintas. Los comercios de todos los niveles, las agencias, las oficinas,  los establecimientos más o menos necesarios, guindan en sus puertas los letreritos de "Chiuso per Ferie" y desde el dueño hasta el empleado más humilde agarran sus macundales y se van "al mare", dándole vida a otras ciudades que en cambio parecen sumergirse en un soporífico letargo los 11 meses restantes del año.
A nuestra llegada, Vignola era el pueblo desolado por el azote de los bandoleros en las películas de vaqueros de antaño. Era como si alguien hubiese apretado algún botón de pausa al que sólo mi mamá y yo éramos inmunes, caminando por aquellas calles íngrimas y desconocidas. Con suerte conseguimos un pequeño hotel en la cercanía donde alojarnos y esperar dos semanas a que el resto del pueblo saliera de su estado de suspensión para comenzar nuestra vida en tierras italianas, en septiembre, claro (admiro la entereza de ánimo de mi mamá que supo mantener la calma y no transmitirle ni reforzarle, a la niñita que yo era, el sentimiento de desolación y de no-bienvenida que perfectamente hubiera podido aflorar en esas condiciones).
Luego, durante mi vida de estudiante, experimenté las bondades del mes agosto, el mes -entero- que teníamos de vacaciones (las clases terminaban a mediados de julio y empezaban en septiembre). Entonces agosto era la cima de una montaña a la que se tardaba todo un año en llegar. Agosto era EL mes. El mes del descanso, de las vacaciones, de los proyectos puestos en suspenso durante el año, de la diversión. De la liberación de la responsabilidad y la rutina. De acostarse y despertarse tarde, de no usar uniforme, de comer cuando provocara, de las idas al club, las escapadas a la playa. De los viajes, si había suerte, aunque no hacía falta irse muy lejos para encontrarse que inventar.
En mi vida universitaria fue exactamente igual. Estudié en una universidad considerada popularmente como un "colegio grande", donde el año iba de octubre a julio; septiembre era para las inscripciones, reparaciones o diferidos, y agosto era el mes de descanso académico. En mi caso, agosto era el mes de volver a la casa de mis padres a que me consintieran por los 11 meses de haber estado lejos, el mes de las rumbas con los amigos de la infancia y de los viajes tan esperados y planificados el resto del año.
Similar a la tradición veraniega europea, durante mis primeros años de graduada en mi país trabajé como profesora y por tanto también tuve la suerte de poder disfrutar de las bondades del año escolar de 10 meses que deja a agosto como la porción más apetecible del pastel anual. Para ese entonces, éste era para mí el mes de no planificar, no corregir, no lidiar con padres cuestionadores y no estar en contacto con la tiza, que tanto daño le hacía a mis cuerdas vocales.
Todo ese panorama cambió radicalmente cuando nos mudamos a USA. País del trabajo incansable donde -sin exageración- el ritmo de producción se detiene –o disminuye- únicamente 3 días al año, agosto pasó a ser un mes más, perdió su encanto.
Hasta que llegó S. Con ella en el colegio, hemos vuelto a caer en este síndrome sabrosito del mes de agosto, con su natural desgano, su falta de estructura y su implícito “laissez faire”.
Si bien el trabajo no para, el Chino y yo acordamos tomarnos unos días -poquitos, eso sí...- para ir los 3 a algún destino más o menos lejano (según las circunstancias y el presupuesto permitan) y compartir en familia y fuera de casa unos días de descanso hacia mediados de agosto, fecha en la que normalmente S. ya ha terminado el campamento de verano. Este año elegimos Marco Island, una isla hermosísima situada en el suroeste de la Florida, un verdadero paraíso para las mentes y los cuerpos necesitados de una pausa.
De cálidas aguas color esmeralda, arena blanca poblada de millares de caracolitos en erosión y atardeceres como para quitar el aliento, la elección no pudo ser más acertada. Para mayor felicidad, logramos encontrarnos allí con mis primos J. y A., cada uno de ellos con sus respectivas familias. Delicioso reencuentro de afectos desperdigados en la distancia, una verdadera carcajada para el espíritu.
Acostumbrados al ritmo de 4 trabajos (2 el Chino, 2 yo), colegio, tareas, ballet, horarios, compromisos, correderas, y quién sabe cuántos “etcétera”, dedicamos esos 6 días al "dolce far niente". Largas caminatas por la playa, excursiones en busca de los caracoles más hermosos o extraños, salto de olas, parasailing (¡!) o simplemente sentarnos a disfrutar del espectáculo sin igual de aquellos atardeceres, fueron las actividades que llenaron esos días inolvidables (aquí algunas fotos).
Después de ese relax total, vino la corredera del regreso a clases. A sólo horas de segundo grado, son muchos los pendientes, la adrenalina está a millón y hay que empezar a desterrar los hábitos veraniegos (a diferencia de sus padres, mi hija no es un "morning person", pero eso es harina de otro costal). Por eso decidí hoy sacudirme este síndrome del mes de agosto unos días antes de que culmine el mes y salir del letargo postvacacional. Pero lo hago agradecida. Agosto era necesario, ha sido reponedor, pero es hora de reemprender la rutina que, ¿por qué no?, también tiene su encanto.