Monday, August 30, 2010

Lluvia de sol en agosto

1. Sunlight coming through, 2. Florida's Sunset, 3. Lonely trip back home, 4. Farewell

Sin importar el hemisferio donde nos encontráramos, este mes Jackie nos encomendó a los "vueltamunderos" una misión muy especial: ir a por el sol. Siendo nuestro principal aliado, era justo darle el reconocimiento que se merece. Y así salimos, cámara al cuello, guardándonos en los bolsillos los antiguos prejuicios en contra de las fotos con luz de frente, a hacer del astro mayor el sujeto de nuestras imágenes y el protagonista de este mes.

Ha sido un mes maravilloso para fotografiar al sol. Nuestras vacaciones en la costa oeste de la Florida me regalaron la oportunidad de unos atardeceres espectaculares de los que he traído estas pequeñas muestras. Pero, como siempre, si quieren disfrutar del SOL en todo su esplendor, por favor, no dejen de darse un paseo por el blog de Jackie, donde este mes podrán disfrutar de una verdadera cadena de luz.

...Todavía es un misterio qué nos deparará septiembre... Por aquí estaré en un mes para contarles...

Thursday, August 26, 2010

Ahora

Maníacos del tiempo. Contamos años, meses, horas, minutos y segundos como monedas de una alcancía incorpórea. Contamos hacia adelante o hacia atrás, según nos convenga, para bien o para mal, para reír o para llorar. Contamos cumpleaños, cumplemeses, cumplesemanas y cualquier tipo de aniversarios. Enumeramos sin discriminar los natalicios y las defunciones, los años de graduados, la permanencia en un trabajo, la duración de una relación. Marcamos nuestros calendarios con cuentas regresivas para ese viaje ansiado o aquella visita tan esperada, y después de acontecidos, los añoramos por días, semanas, meses, años o décadas.
Así parece transcurrir nuestra vida. En una eterna cuenta regresiva, o en un perpetuo acumular porciones de ese pastel infinito que es el tiempo. Efímero como un aleteo de mariposa, el presente escurridizo se nos resbala de las manos, dejándonos sólo con el sabor de lo pasado y la expectación de lo por venir.
Se nos vienen los balances de cuenta temporales para recordarnos lo recordable o que no olvidemos lo inminente, pero sobretodo, para que apreciemos lo que somos hoy, a la cuenta de cero, tabula rasa con el calendario que tanto pesa sobre nuestras espaldas.
Se me va este agosto con ganas de contar. De contar los años en este país que nos recibió sin pompa ni protocolo, donde hemos construido un hogar, donde hemos sembrado afectos y donde ha nacido nuestra hija. De contar velitas en el pastel de cumpleaños de este cajón, hogar virtual de mis reflexiones, álbum de impresiones recortadas y catálogo de afectos sin rostro, pero afectos al fin. De contar como los niños los meses, los años transcurridos de ésas y otras muchas circunstancias que me han llevado a estar hoy aquí, posando estos dedos ansiosos por enumerar, sobre el teclado de mi computadora.
Pero no, hoy no voy a contar. ¿De qué sirve contar el tiempo transcurrido más que para ponerle dígitos abstractos a una realidad? Estas palabras responden a una circunstancia, una circunstancia cargada de pasado y con visos infinitos de potencialidad. Pero eso no importa. Hoy sólo importa el sonido rítmico del tecleo y el lento deambular de letras en la pantalla.

Sunday, August 22, 2010

Síndrome del mes de agosto



Pese a mi resolución de ser más consecuente con él, hace más de dos semanas que no actualizo este cajón y eso se lo debo indefectiblemente al síndrome del mes de agosto. Siempre me ha parecido que agosto es un mes extraño, una especie de limbo en el calendario, que está puesto allí especialmente para desordenar las rutinas, quebrantarlas un rato y así poder retomarlas con más ánimos en septiembre.
Recuerdo cuando, hace un montonón de tiempo, mi mamá y yo llegamos a Italia. Yo contaba con escasos 7 añitos (la edad actual de mi S.); lo único que sabía de ese país es que quedaba muy lejos y que era la cuna de la pizza y de la pasta, y de su idioma, apenas algunas sonoras palabritas sueltas. Mi mamá había aprendido frases típicas de turista y ya. Nuestros únicos conocidos eran los padres de una amiga de mi mamá, que vivían en un pueblito remoto, a quienes visitaríamos para que nos indicaran (en un español accidentado y salpicado de gestos), cuestiones básicas de ésta, la que a partir de ahora y mientras duraran los estudios de postgrado de mi mamá, sería nuestra nueva casa.
Era otra época, obvio. El mundo no se había encogido aún, las cosas no se hallaban a la vuelta de un clic o de pulsar el botón de “enter”. No existían los celulares, ni el email, ni google, ni wikipedia, ni mapquest, ni skype, ni traductores electrónicos, y las llamadas internacionales eran un lujo que no nos podíamos dar. Llevábamos una carta y un par de maletas llenas de temores y expectativas. Así llegamos a Vignola en pleno verano, sin pensar que nos encontraríamos con un pueblo fantasma.
Esa fue mi primera experiencia (y sin duda, la más gráfica) con este mes lunático y desbordado. Corría el mes de agosto, y nuestro primer aprendizaje forzado en esa estadía de 3 años fue que durante sus treinta y un días, el país se paraliza. Así, sin medias tintas. Los comercios de todos los niveles, las agencias, las oficinas,  los establecimientos más o menos necesarios, guindan en sus puertas los letreritos de "Chiuso per Ferie" y desde el dueño hasta el empleado más humilde agarran sus macundales y se van "al mare", dándole vida a otras ciudades que en cambio parecen sumergirse en un soporífico letargo los 11 meses restantes del año.
A nuestra llegada, Vignola era el pueblo desolado por el azote de los bandoleros en las películas de vaqueros de antaño. Era como si alguien hubiese apretado algún botón de pausa al que sólo mi mamá y yo éramos inmunes, caminando por aquellas calles íngrimas y desconocidas. Con suerte conseguimos un pequeño hotel en la cercanía donde alojarnos y esperar dos semanas a que el resto del pueblo saliera de su estado de suspensión para comenzar nuestra vida en tierras italianas, en septiembre, claro (admiro la entereza de ánimo de mi mamá que supo mantener la calma y no transmitirle ni reforzarle, a la niñita que yo era, el sentimiento de desolación y de no-bienvenida que perfectamente hubiera podido aflorar en esas condiciones).
Luego, durante mi vida de estudiante, experimenté las bondades del mes agosto, el mes -entero- que teníamos de vacaciones (las clases terminaban a mediados de julio y empezaban en septiembre). Entonces agosto era la cima de una montaña a la que se tardaba todo un año en llegar. Agosto era EL mes. El mes del descanso, de las vacaciones, de los proyectos puestos en suspenso durante el año, de la diversión. De la liberación de la responsabilidad y la rutina. De acostarse y despertarse tarde, de no usar uniforme, de comer cuando provocara, de las idas al club, las escapadas a la playa. De los viajes, si había suerte, aunque no hacía falta irse muy lejos para encontrarse que inventar.
En mi vida universitaria fue exactamente igual. Estudié en una universidad considerada popularmente como un "colegio grande", donde el año iba de octubre a julio; septiembre era para las inscripciones, reparaciones o diferidos, y agosto era el mes de descanso académico. En mi caso, agosto era el mes de volver a la casa de mis padres a que me consintieran por los 11 meses de haber estado lejos, el mes de las rumbas con los amigos de la infancia y de los viajes tan esperados y planificados el resto del año.
Similar a la tradición veraniega europea, durante mis primeros años de graduada en mi país trabajé como profesora y por tanto también tuve la suerte de poder disfrutar de las bondades del año escolar de 10 meses que deja a agosto como la porción más apetecible del pastel anual. Para ese entonces, éste era para mí el mes de no planificar, no corregir, no lidiar con padres cuestionadores y no estar en contacto con la tiza, que tanto daño le hacía a mis cuerdas vocales.
Todo ese panorama cambió radicalmente cuando nos mudamos a USA. País del trabajo incansable donde -sin exageración- el ritmo de producción se detiene –o disminuye- únicamente 3 días al año, agosto pasó a ser un mes más, perdió su encanto.
Hasta que llegó S. Con ella en el colegio, hemos vuelto a caer en este síndrome sabrosito del mes de agosto, con su natural desgano, su falta de estructura y su implícito “laissez faire”.
Si bien el trabajo no para, el Chino y yo acordamos tomarnos unos días -poquitos, eso sí...- para ir los 3 a algún destino más o menos lejano (según las circunstancias y el presupuesto permitan) y compartir en familia y fuera de casa unos días de descanso hacia mediados de agosto, fecha en la que normalmente S. ya ha terminado el campamento de verano. Este año elegimos Marco Island, una isla hermosísima situada en el suroeste de la Florida, un verdadero paraíso para las mentes y los cuerpos necesitados de una pausa.
De cálidas aguas color esmeralda, arena blanca poblada de millares de caracolitos en erosión y atardeceres como para quitar el aliento, la elección no pudo ser más acertada. Para mayor felicidad, logramos encontrarnos allí con mis primos J. y A., cada uno de ellos con sus respectivas familias. Delicioso reencuentro de afectos desperdigados en la distancia, una verdadera carcajada para el espíritu.
Acostumbrados al ritmo de 4 trabajos (2 el Chino, 2 yo), colegio, tareas, ballet, horarios, compromisos, correderas, y quién sabe cuántos “etcétera”, dedicamos esos 6 días al "dolce far niente". Largas caminatas por la playa, excursiones en busca de los caracoles más hermosos o extraños, salto de olas, parasailing (¡!) o simplemente sentarnos a disfrutar del espectáculo sin igual de aquellos atardeceres, fueron las actividades que llenaron esos días inolvidables (aquí algunas fotos).
Después de ese relax total, vino la corredera del regreso a clases. A sólo horas de segundo grado, son muchos los pendientes, la adrenalina está a millón y hay que empezar a desterrar los hábitos veraniegos (a diferencia de sus padres, mi hija no es un "morning person", pero eso es harina de otro costal). Por eso decidí hoy sacudirme este síndrome del mes de agosto unos días antes de que culmine el mes y salir del letargo postvacacional. Pero lo hago agradecida. Agosto era necesario, ha sido reponedor, pero es hora de reemprender la rutina que, ¿por qué no?, también tiene su encanto.

Friday, August 6, 2010

Redescubriendo "Los hijos infinitos"

Hace muchos, muchos años, leí este poema por primera vez. Mi mamá atesoraba con celo una antología poética hermosa, gigantesca, infinita, de esos tesoros que nunca dejan de sorprenderte, por donde quiera que los mires. De Andrés Eloy Blanco, laureado poeta y político venezolano, me gustaba por aquel entonces el "Pleito de amar y querer", por esa diatriba intensa que como buena adolescente, pensaba había sido escrita sólo para mí. Por "Los hijos infinitos", en cambio,  pasaba rápido. No me decia mucho, o quizás no me decía nada.
Años más tarde, aprecié el poema en su aspecto estilistico y lo valoré un poco más. Me agradaban la fonética, los recursos literarios, las imágenes y la ternura de sus palabras, creyendo equivocada que desmenuzándolo entenderia la fascinación que esos versos han generado en tantos lectores del mundo entero.
Hoy, muchos años después y como pequeño homenaje personal a su autor en el día de su natalicio, he vuelto a leerlo y me ha arrancado lágrimas. Ciertamente todo cambia "Cuando se tiene un hijo"... Aquí se los dejo.



LOS HIJOS INFINITOS
Andrés Eloy Blanco

Cuando se tiene un hijo,
se tiene al hijo de la casa y al de la calle entera,
se tiene al que cabalga en el cuadril de la mendiga
y al del coche que empuja la institutriz inglesa
y al niño gringo que carga la criolla
y al niño blanco que carga la negra
y al niño indio que carga la india
y al niño negro que carga la tierra.

Cuando se tiene un hijo, se tienen tantos niños
que la calle se llena
y la plaza y el puente
y el mercado y la iglesia
y es nuestro cualquier niño cuando cruza la calle
y el coche lo atropella
y cuando se asoma al balcón
y cuando se arrima a la alberca;
y cuando un niño grita, no sabemos
si lo nuestro es el grito o es el niño,
y si le sangran y se queja,
por el momento no sabríamos
si el ¡ay! es suyo o si la sangre es nuestra.

Cuando se tiene un hijo, es nuestro el niño
que acompaña a la ciega
y las Meninas y la misma enana
y el Príncipe de Francia y su Princesa
y el que tiene San Antonio en los brazos
y el que tiene la Coromoto en las piernas.
Cuando se tiene un hijo, toda risa nos cala,
todo llanto nos crispa, venga de donde venga.
Cuando se tiene un hijo, se tiene el mundo adentro
y el corazón afuera.

Y cuando se tienen dos hijos
se tienen todos los hijos de la tierra,
los millones de hijos con que las tierras lloran,
con que las madres ríen, con que los mundos sueñan,
los que Paul Fort quería con las manos unidas
para que el mundo fuera la canción de una rueda,
los que el Hombre de Estado, que tiene un lindo niño,
quiere con Dios adentro y las tripas afuera,
los que escaparon de Herodes para caer en Hiroshima
entreabiertos los ojos, como los niños de la guerra, porque basta para que salga toda la luz de un niño
una rendija china o una mirada japonesa.

Cuando se tienen dos hijos
se tiene todo el miedo del planeta,
todo el miedo a los hombres luminosos
que quieren asesinar la luz y arriar las velas
y ensangrentar las pelotas de goma
y zambullir en llanto ferrocarriles de cuerda.
Cuando se tienen dos hijos
se tiene la alegría y el ¡ay! del mundo en dos cabezas,
toda la angustia y toda la esperanza,
la luz y el llanto, a ver cuál es el que nos llega,
si el modo de llorar del universo
el modo de alumbrar de las estrellas.

Monday, August 2, 2010

Nanita is home


Tímida y humilde, Nanita llegó sin hacer mucho ruido cuando S. rondaba los 3 años. Regalo de la abuela, su estampa era bastante común y por ello no pudimos prever el importante papel que jugaría en la infancia de nuestra hija y por ende, en nuestras propias vidas.
Tal vez por su tamaño o quizás por su  expresión triste y tierna a la vez, rápidamente pasó a formar parte de nuestro grupo familiar. S. la adoptó y simplemente no podía salir a ninguna parte sin ella. Nanita nos ha acompañado a fiestas, restaurantes, viajes, paseos. Durante todo el primer año de preescolar, Nanita fue diariamente al colegio, y si bien tenía prohibido salir del morral, su sola presencia confortaba a S. (quien más de una vez se hacía que había olvidado algo en el bolso para chequear que estuviera ahí y ofrecerle alguna palabra tierna). Nanita es perrita, alumna, hija, princesa o mendiga, pelotica o misil. El peluche más versátil de su género. En la imaginación de S., tiene una voz chillona y un carácter empecinado y ocurrente.
A Nanita hemos tenido que rescatarla unas cuantas veces. Se ha quedado en tiendas, en restaurantes y en casas a las que hemos ido de visita. Ha tenido que viajar en sobre manila por correo especial para llegar rápido de vuelta a las manos de su dueña. Hemos tenido que burlar guardias de seguridad para acceder a sitios ya cerrados y poder recuperarla.
Nanita ha recibido los embates del tiempo y ha experimentado en su propia piel de felpa todas y cada una de las enfermedades de S. La primera vez que la metí a lavar en la lavadora, S. me pidió que la subiera a la secadora y desde allí vigiló con angustia el ciclo entero de lavado hasta que la vio salir sana y salva. La segunda vez, Nanita perdió en el proceso un pedacito de ojo, razón por la cual anduvo durante varios meses cual pirata con una bandita cubriéndole el ojito lesionado. También por el mismo motivo me ha sido prohibido volverla a lavar (yo lo he hecho, a escondidadas, pero teniendo sumo cuidado de meterla dentro de una media para evitar nuevos daños).
Aparece en innumerables dibujos y fotos familiares, y en cada oración de agradecimiento no deja de haber una mención a su nombre. Su fama se ha popularizado tanto, que R., la mejor amiga de S., compró una idéntica y la bautizó con el mismo nombre. Precisamente por esos días, y como medida de precaución ante tantos conatos de pérdida, mi mamá le compró a S. otra igual, "porsia". Siendo idénticas, no era lo mismo, de hecho en un principio hasta era posible percibir un poco de rechazo por la "impostora". Hoy en día, la Nanita más nueva es quien sale de la casa mientras la viejita permanece siempre en la cama de S. Las llama "the Nanita sisters, the original and the clean one". Pero en realidad son una sola. La original es la que importa, ésa es la portadora de las memorias y la conciliadora de sueños.
Un dia le pregunté a S. por qué, entre tantos peluches y muñecos, éste era tan especial. "Nanita is family and home", fue la respuesta. Ni más ni menos. Y es que tal vez la razón vital de la existencia de Nanita en nuestras vidas era estar ahí el dia del accidente. En medio de lo caótico de la situación, cada cual siendo atendido en cuartos separados, recibirla  y tenerla en sus brazos fue para S. el alivio que ningún médico o droga hubieran podido brindar (por siempre, Gracias, Yare!). Para nosotros mismos ese momento nos presentó una nueva dimensión de Nanita. Entre las frías paredes de aquel hospital, asustada, solita y rodeada de rostros extraños, Nanita era para S. seguridad y confianza, éramos el Chino y yo, por ahí, en algún cuarto contiguo. Nanita era la rutina, el hogar, el afecto, todo aquello que no permuta aun en situaciones de estrés. A partir de ese día empezamos a escuchar su voz sin que S. la hiciera hablar.
Con los el paso del tiempo la ha empezado a necesitar menos. Eso me alegra y me da nostalgia al mismo tiempo. Cada vez más independiente, más segura y más extrovertida, ya no la lleva a todas partes como antes. Pero Nanita está siempre ahí, vigilándola desde el carro, esperándola en el cuarto, cual un Woody de peluche, siempre paciente, siempre tolerante y siempre dispuesta a recordarle que el afecto no permuta ni abandona, y que el hogar está donde lo desee el corazón.