Tuesday, November 30, 2010

Mirada de gigante

Así es Jackie. El mes pasado nos tuvo arrastrándonos por el piso para emular la mirada del gusano, al ras del suelo. Este mes, en cambio, nos invitó, a quienes participamos en el grupo fotografico "La vuelta al mundo" a asumir la actitud del gigante que desde las alturas observa el mundo que se despliega a sus pies.


Confieso que eso del plano cenital se me hizo complicado al principio. Confieso también que tuve fuertes problemas técnicos (la computadora que uso "para fotos" decidió pasar a mejor vida) y que por eso sólo pude aportar dos fotos al mural del grupo en todo el mes. Pero confieso también que al final me encantó. Comencé a agarrarle el gustico al plano cenital, pero las fotos siguen en mi cámara... Afortunadamente, algunas son de tema navideño así que espero poderlas bajar más pronto que tarde al mural de diciembre (que, por cierto, me tiene emocionadísima, más aún con el maravilloso mini taller de fotografía navideña de Jackie).


Ya la Navidad llegó a mi casa. Este año me parece que, a pesar de lo superrecontramega ocupada que estoy, va a ser muy especial. S. cada vez participa y comprende más las tradiciones familiares, y eso me hace muy muy feliz! Es más, creo que hasta me voy a animar a hacer hallacas!!!! Ya les iré contando.
Feliz diciembre para todos.

PD: La tercera entrega de "De cómo hice las paces con la comida" está lista. Pronto, prontico llega (si es que no quemo otra computadora en el intento).

Thursday, November 25, 2010

Sobre el Día de Acción de Gracias y algunos de mis motivos para agradecer


(Pido disculpas por el arrebato de insertar esta entrada justo en medio de la publicación por entregas en la que he venido trabajando este mes, pero, como comprenderán, estas líneas tenían que ver la luz, y tenía que ser hoy).

En Estados Unidos hoy, como cada cuarto jueves del mes de noviembre, se celebra el Día de Acción de Gracias. Es una hermosa costumbre que hemos adoptado desde que llegamos a  este país  y que hoy en día sentimos tan nuestra como cualquiera de nuestras tradiciones familiares más arraigadas.
Los orígenes primitivos de esta celebración parecen remontarse a los festivales de cosecha paganos que se llevaban a cabo en la Antigüedad.  En muchas sociedades antiguas, vinculadas estrechamente a los ciclos de la naturaleza, estos festivales estaban asociados con la idea de agradecimiento a los dioses por las cosechas y en espera de inviernos benévolos.
En septiembre de 1620, peregrinos ingleses  de la rama más ortodoxa de la religión anglicana, zarparon en busca del “Nuevo Mundo” abordando el  “Mayflower” con la esperanza de encontrar una “nueva  Jerusalén” donde purificar su religión. Dos meses después, los viajeros avistaron la tierra añorada, después de una travesía inclemente. Pero el Nuevo Mundo recibiría a los peregrinos con un crudo invierno, que terminó con la vida de más de cuatro decenas de los colonizadores del Mayflower.
Un grupo de indígenas americanos de la tribu Wampanoag se dieron a la tarea de ayudar y asistir a los recién llegados. De ellos aprendieron técnicas de cultivo y almacenaje para los días más duros. Así, un año después de su llegada, los pioneros tenían mucho qué agradecer. 
En otoño de 1621, los peregrinos de la plantación Plymouth celebraron un gran festín para agradecer a Dios el haber sobrevivido a la travesía y a las inclemencias del invierno anterior, e invitaron a los miembros de la tribu de nativos que tan importante papel habían jugado en ese éxito. Algunos años después, esa comida en agradecimiento empezaría a repetirse en distintas ciudades, hasta convertirse en uno de los feriados nacionales más importantes de este país.


Sé que es resulta injusto, rudo y descortés frente las benevolencias de la divinidad, la naturaleza, el hado o el universo –según sea la creencia–, dedicar un solo día a agradecer los obsequios de toda una vida. En casa, procuramos dar diariamente las gracias por los milagros cotidianos que conforman nuestro día a día. Pero como hoy es un día especial, y recordando aquellos agradecimientos primigenios, quise dejar plasmados en este cajón algunas de esos motivos por los que  doy las gracias con todas las fuerzas de las que es capaz mi corazón:
1) Mi hija crece hermosa, sana, inteligente y feliz. No deja de asombrarme cada día con sus salidas, su tendencia innata a la comedia, su facilidad de adaptación, su habilidad para comprender todo lo que ocurre a su alrededor, su pasión desbocada e ilimitada por los animales, los ojos de ternura derretida con los que mira a su papá, su amor por las artes plásticas, la danza y su recién descubierto espíritu explorador de girl scout y la mezcla maravillosa de amor, respeto, seguridad y admiración con la que siento que me mira (…por favor, que no cambie nunca!)
2) Amo a mi Chino más que el primer día. Sus chistes me parecen tan graciosos como cuando estábamos en la universidad (o más), y aun después de casi 12 años de casados  y 16 juntos, me siguen revoloteando mariposas en el estómago cuando estoy cerca de él. ¿No es maravilloso?
3) Llevamos una vida feliz, nada nos falta. Trabajamos duro, pero hemos aprendido a dejar el trabajo  fuera de nuestro hogar, y cuando nos toca trabajar desde casa, sabemos disfrutarlo. Nuestro tiempo como familia es sagrado y aprovechamos cada minuto juntos para hacerlo único e irrepetible.
4) Hemos abierto las puertas a un estilo de vida más sano y consciente.  Los resultados a corto, mediano y largo plazo en nuestra salud, nuestra apariencia y nuestra actitud no dejan de maravillarme.
5) He descubierto actividades “solo para mí” que han enriquecido mi espíritu y me regalan momentos de paz y disfrute pleno. El yoga y la fotografía me han ayudado inconmensurablemente a descubrir y a descubrirme. A saberme única en el momento y en el ahora, a saberme parte de una realidad maravillosa ante la que solo es preciso abrir un poco los ojos del alma, una realidad donde el balance es posible, donde la belleza nace de los ojos de quien la mire y donde solo lo esencial es importante. No me lamento por haberlas descubierto apenas ahora, ni desearía que hubiesen llegado antes. Llegaron en el momento preciso y por ese cúmulo de circunstancias que permitieron esa llegada, mi agradecimiento es eterno.
6) Mis padres y mi hermana están cerca. No sólo en la relatividad de la distancia geográfica, sino en la certeza de la presencia afectiva. Saberlos y disfrutar de ellos en ese espacio físico y emocional, es una bendición.
7) Este cajón, en sus más de dos años ha ido cobrando vida y forma. Me ha permitido conocer a personas increíbles de quienes aprendo en cada línea aun sin saber cómo lucen sus rostros.  Ha sido mi rincón de desahogo, de reflexión, de aprendizaje, de autodescubrimiento. Él, que nació bajo el sino del (de)sastre, ha sido instrumento de orden, de compartimentización de sentimientos, de recuerdos, de prioridades y de experiencias en este viaje amorfo y sin itinerario preestablecido que es la vida.
8) Tengo amigos maravillosos, regados por todo el mundo. A muchos los veo con frecuencia, a otros he dejado de verlos hace muchos años, a algunos nunca los he visto en persona. Pero cada uno de ellos es una bendición, la llamita de una vela que ilumina y da calor al mismo tiempo.
Por todos estos motivos y por todos los que no aparecen aquí. A quien corresponda y a quien desee tomarlas, GRACIAS desde lo más profundo de mi ser.

Wednesday, November 17, 2010

De cómo hice las paces con la comida (Un post por entregas)

II. El regreso de la hija pródiga


Conocí la disfuncionalidad de una relación amor-odio en mi primera década de vida. Resultaba inevitable moverme entre las aguas de lo aprendido durante esos años en los que la comida estaba estrecha y antagónicamente relacionada a las nociones de felicidad y afecto. Por un lado, lo aprendido durante esos primeros años en los que “se me quería tanto” que se me permitía ingerir TODO lo que se me antojase. Y por el otro, lo vivido en aquellos años en los que precisamente “por quererme tanto” se me privaba de mis delicias favoritas. 
En general, mi mamá no disfruta del ritual de la comida. Para ella comer no es más que una necesidad, una actividad inherente a todos los seres vivos que no conlleva ningún disfrute per se más que saciar el apetito y recargar energías. Eso no lo heredé de ella. Para mi abuela en cambio, la comida es como las caricias, nunca suficientes cuando de demostrar afecto se trata. Dos fuerzas que me halaban y que determinaron una visión antagónica y conflictuada con el hecho de comer.
Vengo además de un país donde la imagen física está por encima de cualquier cosa. Donde las mujeres no van a la panadería o al supermercado sin un maquillaje digno de una fiesta. La meca de la cirugía plástica, donde las niñas reciben operación de aumento de senos de regalo de quince años; donde cualquier servicio enfocado al cuidado físico y la apariencia tiene casi garantizado el éxito. El país de la industria del señor Osmel Souza, que ha batido todos los récords de coronas en certámenes de belleza internacionales. El valle de la silicona latinoamericano, donde ser feíta o ser gordita, prácticamente constituye el octavo pecado capital.
Regresar a mi país después de haber enterrado en Italia la ignominia de mis kilos de sobrepeso, era casi una necesidad vital. Y lo hice. Llegué a la adolescencia sin ser ni gorda ni flaca. Comía más o menos sano, con las excepciones naturales que se pueden esperar en cualquier niño, y practicaba un deporte. El ojo siempre alerta e hipercrítico de mi mamá vigilaba de cerca cualquier mínimo cambio en mis cachetes y papada (que son sin duda el primer termómetro de mi peso), y, de ser necesario, tomaba medidas determinantes para evitar cualquier “escalamiento”.
Cumplidos los 17 años, yo era la adolescente que mi país esperaba que fuera. Flaquísima, esclava del gimnasio y sintiéndome siempre con algunos –o muchos kilos de más (para quienes en este punto se pregunten, déjenme aclararles que si bien distorsionada, afortunadamente esta visión nunca pasó a convertirse en un problema mayor). Disfrutaba comer (siempre lo he hecho). Mis comidas eran emocionales muchas veces, desordenadas casi todas, alimenticias muy poco. Pero había descubierto que contaba con dos puntos a mi favor. Mi altura, que siempre ha disimulado pequeños excesos, y mi metabolismo adolescente, capaz de aniquilar las calorías sobrantes en pocas visitas al gimnasio.
Comía con remordimiento anticipado. La noción de alimentación saludable o consciente era inexistente. Comía lo que me gustaba, me provocaba y tenía a mano, tal vez porque a los 17 años la idea de ser saludable es inherente a la idea de ser joven. Pero la comida era un placer que, después de satisfecho, dejaba un sabor agridulce en la boca. El agridulce sabor de la culpa, que sólo se expiaba con una sesión intensa de ejercicio cardiovascular, para así devolver la cuenta a cero y empezar de nuevo el infinito ciclo de placer, culpa y expiación.
Pero el salir de la adolescencia traería unos cuantos cambios a esta ecuación. Muy pronto habría de descubrirlo.

(Continuará…)

Tuesday, November 9, 2010

De cómo hice las paces con la comida (Un post por entregas)

I – Los albores de una relación tormentosa



El tema del sobrepeso pasó de ser un fantasma que ronda sin hacer bulla, a una presencia inalienable en mi vida desde mis más tempranos años. Criada en casa de mis abuelos maternos, crecí (en toda la acepción de la palabra, no sólo en centímetros de altura sino en kilos de sobrepeso) acostumbrada a la idea de que el afecto se traduce en comida (y viceversa) y que mientras más rellenita estás, más saludable y amada eres. Según esa teoría, por tanto, entre los 5 y 7 años yo no era una niña gorda, no. Yo era una niña  “rozagante, sanota y querida”.
En casa de mi abuela existía (me corrijo, existe aún) la idea de que no hay sabor sin grasita. Se cocina el pollo con su piel pues de lo contrario la sopa “no sabe”.  Se prepara a diario la leche en polvo con el doble de las medidas sugeridas para que resulte en crema más que en leche. Se endulza todo en el exceso del exceso. Se consiente a los nietecitos que no quieren aprender a comer vegetales porque son verdes, porque saben raro, porque lucen feos, y se les preparan platos especiales á la carte, porque simplemente  “algo” tienen que comer. Tal y como se espera en cualquier casa de abuela acogida a las normas sindicales de las asociaciones de abuelas consentidoras de todo el orbe. Pero yo vivía allí. Gran diferencia.
Así que no ha de extrañar que yo llegara a mi séptimo cumpleaños con un sobrepeso excesivo y peligroso para mi edad. Sufría de estreñimiento y me enfermaba con una facilidad inusitada.  Pensaba que las arepas con mantequilla y queso, la pasta, las tajadas de plátano maduro, la leche con azúcar (azúcar con leche), los helados y todas las golosinas eran mi cuota de comida del planeta. Todo lo demás no era de mi incumbencia.
Afortunadamente para mi salud (pero en principio, muy a mi pesar), mi mamá y yo nos mudamos a Italia. Lejos de la influencia permisiva y consentidora de la abuela, mi mamá tomó las riendas en mi alimentación. Aunque suene extraño, fue en la tierra de la pasta, la pizza y el gelato, donde aprendí a comer vegetales y ensaladas. Muchas veces a la fuerza, he de decir.
Por esa época mi mamá era inflexible. Y en su empecinamiento ariano natural, hacerme perder peso era una de sus ideas más prominentes. Recuerdo como si fuera ayer haber pasado en una ocasión cuatro horas de reloj sentada frente a un plato de ensalada de vainitas. No valieron las lágrimas, las horas, ni las arcadas simuladas cada vez que tragaba. No valieron las llamadas de mis amigos invitándome a jugar, ni las tareas pendientes en el morral. Ese “no te paras hasta que termines tus vegetales” fue tan férreo como determinante.
Aprendí a comer vainitas. Y brócoli. Y coliflor. Y muchas cosas más. Descubrí un abanico de sabores insólitos, muchos de ellos no del todo del agrado de un paladar tan joven (y mal acostumbrado). Y sí, claro está, perdí peso. Dejé, para beneplácito de mi mamá, de ser la niña gordita de la casa de la abuela. Pero di los primeros pasos por convertirme en una obsesa con el tema del peso.

(Continuará…)